En el valle de El Barrial,
en donde el espejismo es lo habitual porque el desierto
tiene su más pura manifestación;
el aire es duro y seco,
como ajado por los años y el silencio.
Y el camino, es apenas polvo tenue y piedra partida,
en este mar de guijarros esparcidos.
Cuantas cosas podría contar
este valle arrasado por el viento,
recalentado desmesuradamente por el sol.
Su aire es tan claro que pareciera que allí,
en ese cielo, Dios ha puesto más estrellas.
Casi como si quisiera compensar la ausencia
de flores y colorido, con la magnificencia de los mundos.
La vida que se aferra a cada oportunidad,
logró allí, en el valle de El Barrial,
unos matojos achaparrados y duros, como si fueran
de alambre y cuero curtido, y reseco
por el calor y la ausencia del agua.
Crecen lenta, trabajosamente,
como si el aire tuviera la densidad de las rocas.
Como dendritas vegetales difundidas en rocas gaseosas.
Mis ojos contemplaron ese desierto.
Y en mi cráneo se formó la idea de como
debía de ser el mundo recién terminado.
Sentí por un momento, que mi piel era de amianto
y que podía respirar roca fundida.
Francisco Izarraguirre
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