Escrito en Creta


Ariadne - John William Waterhouse


¿Quién soy? ¿Qué soy?
Desconcierto…
Desde que Ariadna puso el húmedo amor de sus ojos en mí, no sé.

No el monstruo de Creta, ciertamente.
Era el monstruo y el barroco, intrincado laberinto que habitaba. Pero ya no.
Mi monstruosidad se ha retraído en una piadosa diástole sin retorno. Ariadna, con una mirada,
ha obrado ese milagro de retroceso marino, de relajación cardíaca de mi monstruosidad…

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Ariadna es un hondo relicario colmado de una sangre espesa y dulce: una gota de ese zumo
almibarado provoca un dulce olvido de todo, menos de ella.


Ariadna es un laúd suspendido de un árbol –un naranjo en época de floración-, juguete del aire a
la hora de la siesta. Un susurro narcótico, como de flores de cristal escamándose, inunda la tarde:
música y azahares para mí.


Y también la brisa que lo tañe, y el oído con que administra la ejecución, y la boca que musita las
palabras de la antigua letanía con que me adormece.


Ariadna es una hermosa encantadora de toros, mi mitad perdida al nacer...



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“Ariadna es el mar” ha escrito un dios por ahí.



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Otro dios: “Otros fuegos salpicaban la palidez violácea del alba, bajo la exquisita amatista del
cielo…” ¡Cómo devoraba el espectáculo celeste, marítimo o terrestre día a día, pese a mi animalidad
predominante o tal vez por ella!. Ya no puedo. El fulgor oceánico de los ojos de A., como de húmedas
piedras al sol, lo llena todo. Ya no hay cielo, ni agua, ni arena: sólo ese líquido, vítreo resplandor…



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Hoy, ocioso, he vagado largamente por la playa. En un médano enorme, coronado por una espesa
telaraña de ramas secas hermosamente trenzadas, he descubierto un portalón que se ha desmenuzado al intentar abrirlo. “Otra oculta entrada al laberinto, de las miles que minan la isla”. Entré, con cervina cautela. Apenas traspuesto el vano de la puerta, me deslumbró un portento: un arco iris de exquisitos fulgores impreso en la oscuridad. Embobado por la luz, tropecé con un interminable catálogo de objetos cubiertos por la arena. Al llegar, noté que se trataba de un tabique de vidrios con figuras coloreadas que dividía el espacio. No había, al menos a la vista, accesos que comunicaran con la sala contigua. No existían: me di cuenta al examinar con detenimiento el gran friso de vidrio multicolor. Narraba la historia de un hallazgo, de un expolio, más bien, y comprendí que funcionaba como una suerte de sello religioso, de hermosa puerta de clausura. Pero no estaba intacto. Por el hueco que dejaba una placa ausente, a la luz calidoscópica que irradiaba todo ese gran tabique irisado, vi una cámara que poblaban tenues resplandores, como de lejanos incendios. La curiosidad pudo más que el sentimiento de belleza y rompí dolorosamente buena parte del tabique. Encontré lo que presentía tras la minuciosa lectura del vitral. La cámara, lejos de ser grande, acotaba un espacio exiguo. En la arena brillaban suavemente objetos preciosos –máscaras de oro, armas, cálices labrados - pero lo realmente valioso, aterraba. Al espejeo tenue de un escudo pude ver, en incontables ataúdes cuyos sellos había profanado el paso del tiempo, un macabro cargamento de cuerpos milenarios milagrosamente intactos y ataviados con andrajos regios. Las joyas en los cuerpos muertos fulgían, bajo la gruesa pátina formada por años y años de paciente sedimentación, como si estuvieran agonizando. Las piedras y metales que latían aquí y allá, espectralmente, le daban a la cámara una profundidad irreal.
No pude contenerme: arranqué brutalmente del cuello de una momia un dije que encontré bellísimo
después a la luz del sol –una flor cautiva en una ampolla de fino cristal, bellamente engarzada-,
y hui horrorizado, no tanto por el fantasmal cuadro de muerte como por la obscenidad de mi acto. Pero después pensé en A. como fuente de mi instintivo arrebato y ya no sentí culpa. Al ver la duna gigantesca desde el sitio donde, extenuado, había caído, comprendí que bajo ella, escorado desde hacía siglos, un gran barco mercante, fenicio quizá, dormía con su carga de momias libias robadas con el seguro propósito de mercarlas. Al mirar la cresta del médano, entendí que la espesa telaraña de ramas secas hermosamente trenzada, era en realidad un resto, vegetalizado por el tiempo, de la afiligranada baranda de la cubierta…



Daniel Milano

* En la versión para celulares, tal vez, debamos acostar el teléfono para conservar la métrica correcta.

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