Roma, en la madrugada del 23 de febrero de 1821



Secreta, inadvertida, insidiosa,
abriéndose paso entre los humores de mi pálido cuerpo,
de una forma desprovista de todo aviso, se propaga
como si se tratara de un fuego sigiloso, sin humo,
y con apenas el calor necesario para multiplicarse,
casi displicentemente.
Como un veneno sutil que se difunde incoloro, imperceptible
en el agua de una copa, la cual no puedo dejar de llevarme a los labios.
Soy como un árbol herido por un rayo, que no puede, buenamente,
mantenerse erguido, ya nunca mas.
Esa brecha, abierta a la corrupción, me empuja hacia una oscuridad,
que crece lenta pero infatigable,
como una mancha de aceite negro sobre un ojo de agua clara.
Cierta fatalidad reviste esta realidad que me encierra en mi mismo.
Me se abandonado a mis propios recursos, que se insuficientes,
y mi sabia roja, cumpliendo su cometido me envenena.
Este encierro, esta prisión sin barrotes, hecha de imposibilidades,
de médicos anonadados, de remedios impotentes, también
es una suerte de lenta muerte por mérito propio.
Tarde por la noche me visitan mis hermanos, y mis padres,
son engaños de la pirexia, una despiadada alucinación,
un plus de esta vida a medias, que se burla de lo que aún queda de mí.
Esta maldición, que se ceba en mi pecho, se los llevó de forma cruel,
haciendo gala de su horroroso designio.
Solo me queda soñar, escribir dificultosamente,
para no ser entendido, atacado por entes aún mas feroces
que estas alimañas que no veo, pero que se que están en mí.
Solo me queda soñar, escribir dificultosamente,
para el olvido, como si escribiera sobre el agua.

Francisco Izarraguirre


* En la versión para celulares, acostar el teléfono para respetar la métrica, gracias.
Imagen: John Keats en su lecho de muerte, por Joseph Severn
                                                                                                                                                   Enlace John Keats

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