abriéndose
paso entre los humores de mi pálido cuerpo,
de
una forma desprovista de todo aviso, se propaga
como
si se tratara de un fuego sigiloso, sin humo,
y
con apenas el calor necesario para multiplicarse,
casi
displicentemente.
Como
un veneno sutil que se difunde incoloro, imperceptible
en
el agua de una copa, la cual no puedo dejar de llevarme a los labios.
Soy
como un árbol herido por un rayo, que no puede, buenamente,
mantenerse
erguido, ya nunca mas.
Esa
brecha, abierta a la corrupción, me empuja hacia una oscuridad,
que
crece lenta pero infatigable,
como
una mancha de aceite negro sobre un ojo de agua clara.
Cierta
fatalidad reviste esta realidad que me encierra en mi mismo.
Me
se abandonado a mis propios recursos, que se insuficientes,
y mi
sabia roja, cumpliendo su cometido me envenena.
Este
encierro, esta prisión sin barrotes, hecha de imposibilidades,
de
médicos anonadados, de remedios impotentes, también
es
una suerte de lenta muerte por mérito propio.
Tarde
por la noche me visitan mis hermanos, y mis padres,
son
engaños de la pirexia, una despiadada alucinación,
un
plus de esta vida a medias, que se burla de lo que aún queda de mí.
Esta
maldición, que se ceba en mi pecho, se los llevó de forma cruel,
haciendo
gala de su horroroso designio.
Solo
me queda soñar, escribir dificultosamente,
para
no ser entendido, atacado por entes aún mas feroces
que
estas alimañas que no veo, pero que se que están en mí.
Solo
me queda soñar, escribir dificultosamente,
para
el olvido, como si escribiera sobre el agua.
Francisco Izarraguirre
* En la versión para celulares, acostar el teléfono para respetar la métrica, gracias.
Imagen: John Keats en su lecho de muerte, por Joseph Severn
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