Carlos*






Me despedí de sus ojos bondadosos



y de su cálida, su triste sonrisa

la ultima vez que lo besé en la mejilla,

cuando aún anidaba en él una chispa de vida.

Era un buen hombre

¿Y solo eso?

Nadie puede decir algo mejor de hombre alguno.

Allí, en esa caja oblonga está solo un cuerpo frío.

Su presencia, su mismísimo ser estará por un tiempo en nosotros,

como una grata, una dulce memoria.

Quiero recordarlo cuando hablaba fuerte y claro.

Cuando con los ojos cargados de una emoción

subyugante refería anécdotas que todos sabíamos exageradas.

Anécdotas bufas, anécdotas estrafalarias.

Quiero recordarlo cuando hablaba fuerte y claro.

Como esos padres que ostensiblemente vuelan

gritando lejos del nido y así protegen lo mas tierno que tienen

en su frágil vida pajaril.

Así, haciendo ruido, apalancado por su aire fanfarrón

desviaba las miradas, ocultaba su generosidad,

siempre silenciosa, humilde y desinteresada.

Quiero recordarlo como fue en sus mejores tiempos,

cuando aún sus ojos no estaban anegados de una asidua tristeza.

Existe en el fondo mas recóndito y oculto de nuestros corazones,

una bóveda de secretos atesorados y a veces, luminosos.

Allí, en ese espacio quiero retenerlo aún hasta mi propia muerte,

tal y como si fuera un cometa gravitando

en esta, mi profundidad de microcosmos.


 Néstor Telis


En el caso de móviles, para conservar la métrica adecuada, por favor acueste su dispositivo.

Lágrimas*

Canal de Venecia.

Como siempre, desde su domestico puesto, Ángela
presentaba batalla al frío, al hambre y a la inquietud.
La noche de invierno había llegado temprano, con su gélido
aliento cargado de presagios.
Escuché los sollozos sofocados por la pena misma,
había dejado la cocina.
Tal vez algún sentido mas allá de los sentidos,
la había puesto sobre aviso.
Cuando llegué, mas remiso que alarmado,
vi que, suavemente, le acariciaba los pies regados por sus lágrimas,
ya no tenía fuerzas para contenerlo en su regazo,
como cuando era un niño mimoso, de piel tersa,
que buscaba el alimento a la vez que el consuelo.
Su falda, sería muy estrecha para contener al hombre.
Sus brazos, demasiado débiles para soportar el peso del cuerpo exangüe.
Le acerqué un pañuelo para que se enjugara el rostro,
ajado y anegado por sus lágrimas.
Su rostro, su anciano rostro, mas avejentado todavía
a causa del dolor, era hermoso aún arrasado por el llanto. 
Evocaba aquella hermosa ciudad inundada por el agua salobre,
era una pequeña Venecia hecha de carne y hueso,
de ojos glaucos, que aportan la abundante humedad
a esta pequeña Venecia, inundada y cubierta de nubes
hecha de cabellos vaporosos, del color de la espuma.
Sus ropas de mujer, despedían un aroma de cocina,
bizcochuelo y dulces, cacao y pan recién horneado.
Seguramente, para su espíritu, anegado por la inquietud
este hombre muerto era, al mismo tiempo, aquel niño
al que amantó hace tantísimos años, cuando ella también
era poco mas que un retoño, criando sus propios hijos.

 Néstor Telis


En el caso de móviles, para conservar la métrica adecuada, por favor acueste su dispositivo.

Escrito en Creta


Ariadne - John William Waterhouse


¿Quién soy? ¿Qué soy?
Desconcierto…
Desde que Ariadna puso el húmedo amor de sus ojos en mí, no sé.

No el monstruo de Creta, ciertamente.
Era el monstruo y el barroco, intrincado laberinto que habitaba. Pero ya no.
Mi monstruosidad se ha retraído en una piadosa diástole sin retorno. Ariadna, con una mirada,
ha obrado ese milagro de retroceso marino, de relajación cardíaca de mi monstruosidad…

……………………………….. 


Ariadna es un hondo relicario colmado de una sangre espesa y dulce: una gota de ese zumo
almibarado provoca un dulce olvido de todo, menos de ella.


Ariadna es un laúd suspendido de un árbol –un naranjo en época de floración-, juguete del aire a
la hora de la siesta. Un susurro narcótico, como de flores de cristal escamándose, inunda la tarde:
música y azahares para mí.


Y también la brisa que lo tañe, y el oído con que administra la ejecución, y la boca que musita las
palabras de la antigua letanía con que me adormece.


Ariadna es una hermosa encantadora de toros, mi mitad perdida al nacer...



………………………………….. 



“Ariadna es el mar” ha escrito un dios por ahí.



………………………………… 



Otro dios: “Otros fuegos salpicaban la palidez violácea del alba, bajo la exquisita amatista del
cielo…” ¡Cómo devoraba el espectáculo celeste, marítimo o terrestre día a día, pese a mi animalidad
predominante o tal vez por ella!. Ya no puedo. El fulgor oceánico de los ojos de A., como de húmedas
piedras al sol, lo llena todo. Ya no hay cielo, ni agua, ni arena: sólo ese líquido, vítreo resplandor…



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Hoy, ocioso, he vagado largamente por la playa. En un médano enorme, coronado por una espesa
telaraña de ramas secas hermosamente trenzadas, he descubierto un portalón que se ha desmenuzado al intentar abrirlo. “Otra oculta entrada al laberinto, de las miles que minan la isla”. Entré, con cervina cautela. Apenas traspuesto el vano de la puerta, me deslumbró un portento: un arco iris de exquisitos fulgores impreso en la oscuridad. Embobado por la luz, tropecé con un interminable catálogo de objetos cubiertos por la arena. Al llegar, noté que se trataba de un tabique de vidrios con figuras coloreadas que dividía el espacio. No había, al menos a la vista, accesos que comunicaran con la sala contigua. No existían: me di cuenta al examinar con detenimiento el gran friso de vidrio multicolor. Narraba la historia de un hallazgo, de un expolio, más bien, y comprendí que funcionaba como una suerte de sello religioso, de hermosa puerta de clausura. Pero no estaba intacto. Por el hueco que dejaba una placa ausente, a la luz calidoscópica que irradiaba todo ese gran tabique irisado, vi una cámara que poblaban tenues resplandores, como de lejanos incendios. La curiosidad pudo más que el sentimiento de belleza y rompí dolorosamente buena parte del tabique. Encontré lo que presentía tras la minuciosa lectura del vitral. La cámara, lejos de ser grande, acotaba un espacio exiguo. En la arena brillaban suavemente objetos preciosos –máscaras de oro, armas, cálices labrados - pero lo realmente valioso, aterraba. Al espejeo tenue de un escudo pude ver, en incontables ataúdes cuyos sellos había profanado el paso del tiempo, un macabro cargamento de cuerpos milenarios milagrosamente intactos y ataviados con andrajos regios. Las joyas en los cuerpos muertos fulgían, bajo la gruesa pátina formada por años y años de paciente sedimentación, como si estuvieran agonizando. Las piedras y metales que latían aquí y allá, espectralmente, le daban a la cámara una profundidad irreal.
No pude contenerme: arranqué brutalmente del cuello de una momia un dije que encontré bellísimo
después a la luz del sol –una flor cautiva en una ampolla de fino cristal, bellamente engarzada-,
y hui horrorizado, no tanto por el fantasmal cuadro de muerte como por la obscenidad de mi acto. Pero después pensé en A. como fuente de mi instintivo arrebato y ya no sentí culpa. Al ver la duna gigantesca desde el sitio donde, extenuado, había caído, comprendí que bajo ella, escorado desde hacía siglos, un gran barco mercante, fenicio quizá, dormía con su carga de momias libias robadas con el seguro propósito de mercarlas. Al mirar la cresta del médano, entendí que la espesa telaraña de ramas secas hermosamente trenzada, era en realidad un resto, vegetalizado por el tiempo, de la afiligranada baranda de la cubierta…



Daniel Milano

* En la versión para celulares, tal vez, debamos acostar el teléfono para conservar la métrica correcta.